sábado, 27 de marzo de 2010

Suspiro, sonrío y sigo.


Será que nunca dejé la montaña.

Me acuesto y antes de quedarme dormida pienso en la siesta. Siesta de largas horas, de otoño frío y de hojas secas. La frazada pesada que nos cubre, nos protege del resto. La ropa interior que nos cubre y nos provoca. La curiosidad por el cuerpo en horizontal, la postura del otro. El movimiento, el esperar del otro. Perder toda noción de tiempo, espacio y realidad. Perder la consciencia con el otro. El otro. Medirnos las manos. Buscar lo característico en el iris del otro. Entre tanto asomar un pie porque morimos de calor. Mirarte los pies. Tocarnos la cintura. Perderse callados en la coreografía de una siesta.

No fui yo, fue el otro.